Personalizar el automóvil

Por Edgar Morín / Especial para Al Volante

La invención del automóvil fue una de las transformaciones industriales más significativas del ya extinto siglo XX. Entre otras causas porque su desarrollo derivó en el llamado fordismo, en honor de Henry Ford, quien aumentó la productividad, rebajó costos y precios para conquistar el gran mercado, incrementar las ventas y así limitar la utilidad de cada unidad en provecho de un beneficio total mayor y más interesante. Esto se tradujo en una producción en serie con dos grandes características: la cadena de montaje móvil, y con ello la estandarización, esto es, que las piezas intercambiables ya no tienen que ser adaptadas a la medida.

El Tuning, una variante organizada de la personalización del automóvil (Fotos de archivo).

Así pues, el desarrollo de la industria automotriz con el tiempo pasó de ser símbolo de lujo y modernidad sólo al alcance de unos cuantos, a una fabricación en serie donde casi cualquiera puede hacerse de un vehículo. Aunque esto ya es historia y las actuales cadenas de producción son cada día más robotizadas y flexibles, es decir, que pueden aumentar considerablemente su producción y sin mayor problema fabricar vehículos de gasolina como híbridos, lo importante es destacar que los autos se hacen en serie y sobre las mismas bases estandarizadas. Esto es, que recién salidos de fábrica y aunque las armadoras hagan su esfuerzo para personalizarlos, las unidades de un mismo modelo no se distinguen mucho entre sí. De hecho, hay ocasiones que las variaciones son tan pequeñas que sólo vendedores o seguidores de la marca pueden distinguir esos detalles de un año al siguiente.

De la personalización a la idolatría.

Lo significativo entonces son estos otros esfuerzos por individualizar nuestro automóvil y diferenciarlo de los demás, transformarlo en la medida de lo posible, como hacemos con otros tantos bienes, para que refleje una parte de nuestra identidad y exprese quienes somos. No hay como salir a la calle para ver todo esto. Pensemos por ejemplo, como esta necesidad de personalizar para reflejar identidad lleva a muchos jóvenes de clases media y alta sobre todo, a transformar su auto colocándole rines deportivos, headers, equipos de audio que más de una discoteca envidiaría, quemacocos que achicharran la cabeza bajo el quemante sol defeño, o achaparrarlos al grado que dejen el carter o el mofle en el primer tope que encuentren. Accesorios que muchas veces no parecen estar en sintonía con las condiciones de vida en la ciudad donde topes, baches, calores y ladrones nos obligan a pensar dos veces antes de decidirse a personalizar nuestra nave invirtiéndole varios miles de pesos. Aun así, la de accesorios es una industria que parece no decrecer.

Las ediciones especiales de la industria son otra forma de personalizar los vehículos.

Pero no es el único modo de distinguirse de los demás, que además puede ser un tanto efímero ya que hay accesorios o marcas que con el tiempo se popularizan tanto que su distinción, real o supuesta, se diluye como ha pasado con los autoestéreos. Otra forma visible es el uso de calcomanías, un mapa de signos que va de la propia industria automotriz (colocando en los costados marcas de accesorios o refacciones, muchas de ellas para autos de competencia), a la política que expresa simpatías como antipatías, y sin faltar el planeta Hollywood sobre todo cuando es camioneta familiar y ahí van el pato Lucas, Bart Simpson, Bugs Bunny, Star Wars o Kitty. Todavía pueden verse algunas leyendas y frases con doble sentido, sobre todo en el transporte público que lo mismo ha dado para estudios académicos que divertidos libros como la Picardía Mexicana de Armando Jiménez, y una variedad donde las clásicas líneas de fuego se alternan con simulaciones de balazos, animales jurásicos, aerografía de estilo chicano, preferencias radiofónicas o hasta al exceso de convertir al auto en anuncio ambulante.

Y está el respeto a las formas originales. Digamos clásicas.

Eso por lo que respecta al afuera del auto, pero ¿qué pasa adentro? El dueño se apropia de un espacio que ocupa y a veces cuida, por lo que el auto no sólo es espacio físico sino también un espacio psicológico en el que pasamos varias horas al día. De ahí que la personalización también se manifiesta adentro y va de los adornos más sencillos, como la casaca de torero, máscara de luchador, muñecos o el zapatito de la niña colgando del espejo retrovisor, a la transformación radical de vestiduras, pedales, palanca de velocidades, volante, motor y otros tantos accesorios, sin faltar los fantoches que colocan la charola en el lugar más visible para restregarnos su estatus como diputados o policías, o quienes buscan protegerse del sol o marcar aún más la frontera entre adentro y afuera entintando los vidrios. En todo esto quizá los ejemplos más visibles aparezcan en el transporte público, donde podemos observar no sólo un abigarrado decorado sino hasta altares con santos o la virgen de Guadalupe que protegen al chofer, o tiendas ambulantes que ofrecen de todo como en una vieja película de Almodóvar. La cuestión entonces es si vale la pena personalizar nuestro automóvil-camioneta, o ¿tan sólo basta tener la marca adecuada para distinguirse de los demás?

Cada interior es un mundo.

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