El automóvil: Individualismo, poder, simbología

Leo en El Financiero de México la columna El espíritu inútil de Pablo Fernández Christlieb el tema «Saber manejar» donde expone el tremendo individualismo que priva entre los automovilistas al conducir un automóvil. Inicia diciendo que «Un automóvil no es un caballo evolucionado, sino una locomotora personal».

«La fascinación hipnótica de los ferrocarilles (…) se transmitió a los automóviles» (Foto archivo).

Leer el apellido Fernández Christlieb me remite a Fátima, investigadora universitaria ligada irremisiblemente a los procesos de la comunicación en todas sus expresiones, en nuestro país.

Dice Pablo Fernández que «La fascinación hipnótica que entrañaban los ferrocarilles del Siglo XIX durante la Revolución Industrial, esos largos monstruos que echaban chispas, humo, tableteo de metralleta y tonelaje; o sea, que despedían poder, y que arrasaban con distancias y paisajes, se transmitió en el Siglo XX a los coches, con los que cada quien podía tener su pequeño tonelaje y su pequeño poder para el solo. Por eso los coches se han convertido en un ensueño irrenunciable para todos, y no se aspira a tener coche para transportarse o llevar cosas, sino para ser alguien y poder verse en el espejo sin bajar los ojos de la vergüenza; y podrán quitarle la casa, la familia, la comida y el cielo, pero no su ensueño con quemacocos. Es más práctico ir en taxi, camión o bicicleta, pero hay que ir en coche porque no es práctico sino simbólico».

Habla del poder individual, de la necesidad de un transporte (que bien podría ser masivo) y que se vuelve personal, individual, individualista. Y cómo ese vehículo de transportación se convierte en mucho más que eso, en un simbolo con ruedas que el propietario quiere reflejar.

El texto de Fernández nos hace remitirnos a aquel viejo texto en el que se hacía un análisis de cada vehículo y cada propietario. ¿Quién maneja un Volkswagen Sedán? Y esa simbología terminaba incluso en el análisis freudiano del concepto fálico ante el tamaño de la «trompa» de un automotor.

«Oficial, los tranvías se me cerraron; los dos» (Foto archivo).

Regresando al autor, dice:  «A lo que se le denominó democracia fue al hecho de quitarle los rieles a las minilocomotoras de Henry Ford y dejarles nada más que carriles, porque cuando el poder se vuelve personalizado hay que añadirle la libertad; claro que así como al poder individual se le denomina automóvil, a la libertad individual se le denomina fin de semana, que es cuando creen que pueden ir adonde quieran. Todo niño que quiera ser grande lo primero que quiere es aprender a manejar, porque ir de acompañante significa ir de subordinado. Aprender a manejar no es cosa tanto de sacar el clutch y checar el retrovisor, que son meramente tecnicismos, sino verdaderamente participar del espíritu del poder del automóvil: aprender a manejar es aprender capitalismo salvaje, con todas sus audacias y emociones , que consiste en aprovechar todas las oportunidades de salir ganando, y en nunca considerar a los otros como semejantes o prójimos, que saldrán perdiendo. Saber manejar implica acceder a las calles de la vida, con la adrenalina en su punto, listo para actuar con desición y sin miramientos a la hora de meterse en la fila viniendo de la bocacalle, de pelearse contra todos uno por uno y round por round para pasarse el amarillo del semáforo, de tocarle el claxon al pazguato de adelante, de obtener metros donde nadie regala ni centímetros, y meterse sin permiso donde no lo dejan, salirse por la lateral, clavarse en el estacionamiento, abrir atajos,  responder insultos,  y presionar,  apurar,  acorralar,  intimidar a los otros,  los otros todos que no son nadie».

Pablo toca muchos puntos interesantes. Automóvil como sinónimo de libertad personal, de autonomía del que maneja para, «libremente» poder hacer lo que le venga en gana (más, añadiríamos, en un país donde la justicia no existe o se mide por la existencia de la chequera. La no existencia de esta es la cárcel y ya sabemos quién gana los juicios). Y preguntaríamos: ¿Libertad de qué? ¿De sacar tu BMW de la cochera y enfilarte al Periférico donde vas a estar dos horas a vuelta de rueda? ¿De esa libertad hablamos? Y está la otra: La de ir a 220 Km/h y engañar a los federales en la autopista bajando a 110 Km/h mientras estamos a la mira de las patrullas para luego emprenderla contra los pobres diablos que respetan el reglamento y a quienes agredemos con las luces largas del BM y con la luz direccional izquierda utilizada todo el tiempo. «Yo soy el dueño del camino, quítate».

El poder del automóvil. El poder de ir manejando. Y es rememorable aquel capítulo de Walt Disney en la TV donde Tribilín toma el volante y se convierte en un monstruo. ¿Así nos transformamos? ¿Qué nos pasa cuando conducimos el vehículo? Todo. La crisis sale al volante, la pelea de la mañana sale con la mentada de madre al de enfrente porque se nos cerró cuando nosotros tenemos la preferencia. Un grito feroz al estúpido que va a 9o Km/h en el carril de alta cuando nosotros vamos a 110 y el límite es 60, hace sacar el miedo de la violencia que azota al país. Sí, nuestra prepotencia de la no participación política, del silencio, del mantenerse callados nos hace cobijarnos en la esfera que representa estar dentro del automóvil. Es el espacio nuestro; los demás no existen o son menos. El poder de conducir.

¿Libertad de conducir? (Foto archivo).

Continúa Fernández Christlieb: «En esta competencia de poderes y libertades personalizados hay dominadores, donnadies y perdedores, que por sus coches los conoceréis: los primeros traen Chargers y Hummers ; los donnadies son como una clase media de Audis por encima, de Seats por en medio y de Tsurus por abajo; y los perdedores, esto es los 24 mil jóvenes anuales que lo que perdieron fue la vida en accidentes de tránsito, deben ser catalogados como el equivalente de los desempleados del capitalismo, ya que hasta en la edad coinciden. Y los peatones;  no,  perdón;  ésos no existen, son como los pobres del capitalismo, sus nonatos».

Si el lector leé bien entenderá por qué existen los segmentos y subsegmentos en los autos. Antes había coches chicos, medianos y grandes. Y se acabó. Ahora hay tres categorías de los chicos: chicos pelones, sin equipo; chicos medio equpados y chicos de lujo. Y así los medianos que eran los compactos que ahora son subcompactos B. ¡¡Qué dilema comprar un auto cuando la segmentación se ha acabado!! Acabó con ella la visión de negocios de la industria automotriz. Coches para todas las clases y subclases sociales. Los medianos ahora pobres de la alta y los de alta, bajones, y los de alta-alta los nuevos ricos de la burocracia política (pobres diablos pues). El capitalismo se disfraza tras el volante, pero no deja de ser una lucha de clases y subclases. Los proletarios del Metro no existen en este devenir al volante.

Remata el autor de la columna de El Financiero: «Quién sabe porqué se escandalizan de las prácticas desleales o, más bien, innovadoras de los motociclistas, que les gusta el capitalismo de aventura, o de los peseros y demás chafiretes , que son una especie de sicarios, gangsters, terroristas, y que por eso saben más capitalismo que nadie, porque saben que las reglas son para los tontos, los competidores son para eliminarlos y los Chevys para aplastarlos. Así es el libre mercado de la vialidad. Como decía Herbert Spencer, un ingeniero de ferrocarriles que se volvió filósofo: en la sociedad sobreviven los más aptos, como se dice actualmente, son los que se friegan a los demás con políticas agresivas. Y como decía Benjamin Franklin, un salvaje muy ingenioso: el tiempo es dinero, y, así, ¿cómo se va a dejar rebasar uno por un baboso, cómo no se le va a cerrar al imbecil ése que quiere pasar, cómo va a esperar a que arranque esa vieja que ni manejar sabe?»

Para la reflexión de los automovilistas. Y donde queremos demostrar en este espacio crítico que vamos más allá de la industria automotriz, más allá de los cochecitos, con un espíritu de rastrear lo bueno y malo del fenómeno llamado automóvil, alejados de todo fanatismo que siempre mueve a la irreflexión.

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